El pergamino, aunque lo asociemos a la Edad Media, tiene su origen en el s. II a.C, en la ciudad helenística de Pérgamo; el nombre, sin embargo, sí es medieval, y se aplica al resultado final de un proceso de secado especial de pielas de animales, sobre todo de corderos y becerros. Era necesario que esta piel procediera de los mejores animales, pues cualquier enfermedad sufrida por ellos repercutía en la calidad final del pergamino.
El proceso de fabricación del pergamino era muy largo. El primer paso era lavar la piel durante un día y una noche en agua fría, para luego remojarla en agua y cal, provocando la caída del pelo en algo más de una semana. Más tarde la piel era tendida para su secaso, en una plancha vertical, permitiendo que el fabricante raspara el pelo sobrante con una cuchilla; la piel resultante era de tonos rosas. Posteriormente se volvía a mojar y planchar, eliminando los posibles restos de carne que quedaran. Finalmente, esta limpieza acababa lavando en agua fría la piel, para quitar la cal.
El secado final de la piel era en un bastidor de madera, sujeta con unos pesos en los bordes, de manera tensa. Era en este momento cuando se apreciaban las imperfecciones de la piel, fruto de esas enfermedades que hubiera sufrido el animal, de manera que el fabricante debía repararlas en lo posible, incluso cosiendo la piel. El sol iría secando el producto, que se iría remojando y raspando progresivamente, a fin de ir adelgazando la piel y obtener así las finas láminas de pergamino de la Edad Media.
A fin de poder ser usado para escribir, el pergamino era tratado después con yeso para alisarlo.